Manlio Argueta: El pecado de leer

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Le explicaron que había habido un simulacro de guerra con armas de juguete y uniformes de militares en la casa de uno de los jóvenes. Alguien llamó a la policía y capturaron a los adolescentes.

Escrito por Manlio Argueta
Novelista, poeta y miembro de la Real Academia Salvadoreña de la Lengua
Domingo, 03 abril 2011 00:00 OPINIÓN (Desde acá)
Escribiviendo

Por educación y formación ciudadana escribo algunas anécdotas sobre las enemistades con la lectura:

Un poeta, maestro, y promotor de talleres literarios viene a San Salvador, cada mes, desde la población donde trabaja. Aprovecha para visitar una buena librería. Pero su sueldo solo alcanza para leer solapas. Un día se volvió sospechoso porque no compraba. Le ordenaron que no volviera o llamarían a las autoridades. Terrible. Tuve golpe similar a mis catorce años. Visitaba la Biblioteca Pública de San Miguel porque comenzaba a interesarme en novelas como Los Miserables, Crimen y Castigo, etc. El bibliotecario veía con sospechas al cipote y le ofrecía libros, según él, acordes a su edad. Yo insistía en mis peticiones, y respondió que me burlaba de él pidiéndole obras raras. Me prohibió entrar a la biblioteca.

Le pregunté a una directora de la Cámara del Libro por qué en Panamá se hacen largas filas, pagando un dólar, por entrar a la Feria del Libro, y entre nosotros ni de gratis llega gente. Su repuesta fue aleccionadora: Me dijo que cómo vamos a compararnos con Panamá, donde la feria es inaugurada por el presidente de la república, cuando, en El Salvador, no la inaugura ningún funcionario de jerarquía. Es cierto.

Una de las veces en que estuve en Nicaragua me presentaron a varios ministros en los festivales de poesía realizados en la calle, en Granada. Y otra vez estuve escuchando chascarrillos del presidente Arnoldo Alemán durante la recepción enmarcada en un festival poético inaugurado en la Casa Presidencial de Managua.

Una maestra de un instituto nacional de provincia incluyó una acción innovadora en su clase de literatura entusiasmando a sus estudiantes para hacer una película. Los jóvenes seleccionaron: Cuentos de barro y Un día en la vida. Consultaron en internet para conocer técnicas de tomas, sonido, y detalles básicos para su trabajo de graduación de bachilleres. Una noche, sonó el teléfono de la maestra: “Sí, diga”, contestó. “¿Es usted la profesora fulana de tal?”, le preguntaron. “A la orden”, contestó ella. “Le hablo de la policía, aquí tenemos detenidos a sus alumnos por andar haciendo desórdenes de guerra. Debe venir a dar declaraciones”, le informaron.

Se quedó sin voz, era su mejor grupo en todo su tiempo de maestra. Le explicaron que había habido un simulacro de guerra con armas de juguete y uniformes de militares en la casa de uno de los jóvenes. Alguien llamó a la policía y capturaron a los adolescentes y después los hicieron desfilar en calzoncillos. Antes, en la casa, los habían golpeado en el suelo ante el horror de sus familiares.

“Fue una noche terrible, llegué al borde de la locura. Me presenté al cuartel policial y lloré con mis estudiantes. Me acusaron de promover la violencia leyendo esas obras, y me obligaron a mostrar los programas de estudio.” Desde entonces odia el cine.

Algo semejante ocurrió con técnicos y universitarios de la UCLA, EUA. Estaban de visita en El Salvador para filmar el documental “Poetas y volcanes”, acerca de mis poemas y literatura. En esta ocasión no había nadie disfrazado de soldado o con armas de juguete, pero llamaron la atención las cámaras y los “cheles” entrando y saliendo de una casa, la de los padres de la salvadoreña directora del documental, que fue cateada. A los extranjeros los detuvieron. Jamás se explicó el motivo del horror causado. Todo lo que he contado ha ocurrido entre 2006 y 2009, en el siglo de la información y el conocimiento.

P. D. Aclaro a amigos y lectores el señalamiento de alguien inconforme por mi viaje a la India: desde hace 30 años viajo por el mundo como escritor invitado y jamás he recibido viáticos gubernamentales.



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