¿Qué hace que un joven mate a sangre fría? ¿Es la guerra de pandillas? ¿Por qué ocurre lo mismo en el Congo, donde los boy soldiers disparan y mutilan en una guerra tribal? ¿Están locos? En Estados Unidos, un científico halló una pista en el cerebro de los jóvenes y un especialista en hechos atenuantes utiliza esto para salvar la vida de condenados a la pena capital.
Daniel Valencia Caravantes
Publicado el 13 de Febrero de 2011
Cuando entramos a la pequeña jaula de concreto, el Dos Caras tejía una cartera de lana roja con dos manos que en otros tiempos se sabían despiadadas, capaces de infligir los más terribles tormentos. Pero aquella tarde de enero eran más bien dos manos delicadas realizando ese trabajo con el que uno usualmente asocia a las madres o a las abuelitas. El Dos Caras tejía mientras caminaba, silencioso, de un extremo a otro del cuarto. Cuando venía del fondo, con el perfil derecho a la vista, pasaba inadvertido. Pero cuando regresaba, asustaba. Su perfil tatuado por completo era escalofriante.
Al cabo de un rato, el Dos Caras dejó de dar vueltas y se unió a una tertulia que ocurría a mis espaldas. En esta pequeña jaula de concreto hay otros iguales a él. Son guerreros de otra época, que ahora se saben traidores. Allá afuera, por más que hayan matado mucho, son presa fácil. Yo fui a buscarlos porque son los únicos que pueden saciar la curiosidad que llevo en las entrañas. Cuando fueron soldados, se comportaron como animales. Cuando jóvenes mataron a sangre fría y quiero saber cómo fueron capaces de hacerlo. ¿Qué les pasaba por la cabeza? ¿Estaban locos?
Cuando el Dos Caras se acercó al otro grupo, yo ya había escogido a otro que con sus manos alguna vez arrulló un machete con la devoción del mejor herrero. Este mató por primera vez cuando era demasiado niño -a mi manera de ver- y por eso lo seleccioné de entre todos los demás. Mientras le explicaba el motivo de mi visita, en el otro grupo todos reían a carcajadas. Uno de los anfitriones –negro y fornido- dramatizaba aquella vez en la que con un cuchillo despellejó tanto a su víctima que la mató sin querer. Pelaba los ojos y hacía como que cortaba algo con un cuchillo. Y lo hacía ver bastante cómico, a juzgar por las risas. Ya me habían dicho que esta copia casi perfecta de Mike Tyson era un caso especial, un comediante nato. Aquella tarde lo demostró, porque solo alguien con gracia puede hacer de una tortura un chiste.
Con mi interlocutor estábamos sentados cerca de la ventana hecha de rejas, a cinco metros del otro grupo. Dejó de retocar el escudo del equipo de fútbol de los Cremas de Guatemala -que había pintado sobre un pedazo de durapax- para atenderme. Mi interlocutor estaba sin camisa, exhibiendo los tatuajes en el cuello, el abdomen moreno y el brazo derecho flaco. "¿Cómo son capaces de hacer eso? No los entiendo", le dije, luego de contarle el contenido de dos fotografías.
Historia de dos fotografías
En la primera fotografía hay tres muchachos sentados sobre la cama de un pick up. Van esposados. El más joven esconde el rostro debajo de la camisa. El otro está rapado y tiene una mancha de sangre en el hombro. Y el tercero, el que más llama la atención, tiene el pantalón bañado en sangre. La mancha baja por el muslo y se extiende por toda la pierna, hasta el ruedo. La sangre en ese pantalón era de Julio, joven cortador de granos de café en Lourdes, Colón, uno de los municipios más violentos de El Salvador. La víctima era simpatizante de la Mara Salvatrucha y la mataron porque ofendió a un pandillero. A Julio, de 16 años, lo degollaron. Uno de sus verdugos, José, también tiene 16. Lo picaron con una vara e intentaron cortarlo en trozos con un machete, pero llegó la policía. “Capturados en flagrancia”, tituló La Prensa Gráfica el 5 de noviembre de 2010.
En la segunda imagen, de una bolsa abandonada en el suelo, sobre la carretera, un policía saca un jeans azul húmedo de manchas rojas. El pantalón es pequeño. Quien lo usó era delgado. En la bolsa también hay dos brazos. De la muñeca de uno cuelga una pulsera de tela. La pulsera también va húmeda. En la bolsa también hay dos piernas y un torso sin extremidades. En la bolsa también hay dos orejas y una máscara. Una máscara hecha con piel humana (que tiene huecos donde irían los ojos, cejas y pestañas). Con un corte perfecto lograron dejar intacta la nariz y los labios. Labios de adolescente. Un kilómetro más abajo de donde se tomó la foto, hay una cabeza humana, mutilada, en el fondo de un barril. La foto fue tomada por la policía el 7 de febrero de 2010 sobre la carretera de Lourdes, Colón. Semanas después los investigadores descubrirán que la cabeza tenía 13 años, y que los sospechosos verdugos no han alcanzado la mayoría de edad.
Terminé de describirle estas fotografías a mi interlocutor, en aquella jaula de concreto, y le dije que no entendía el por qué detrás de esta saña. ¡Cómo, tan jóvenes, son capaces de hacer eso! Entonces me respondió:
—Tú no nos comprendes porque no has vivido lo que nosotros hemos vivido.
Luego me dijo que para entenderlos, para comprender sus razones, tenía que conocer sus historias. Él accedió a contarme la suya.
El muchacho sintió por primera vez cómo duele la ira cuando tenía 11 años. Su tío acababa de someter a un rival, y él, que ni lo conocía, que ni sabía cuál era el problema entre los dos, acabó lo que su tío había comenzado. Para acabarlo, utilizó un adoquín.
Ahora que el muchacho es adulto, cree que la respuesta al porqué de la decisión que tomó aquella tarde comenzó en un laberinto al que entró cuando tenía seis años. A esa edad, el muchacho vivía con su madre, que se había alejado de su padre. Él recuerda que algunas noches, hombres extraños llegaban a buscarla a su puerta y se la llevaban quién sabe a dónde. Le daban cigarros, preguntaban por ella y se la llevaban. Siempre se la llevaban. Pero un día, dos años después de ir y venir pretendientes, su madre decidió que quería otra familia y que los que se irían, entonces, serían sus primeros dos hijos. El muchacho y su hermano, tres años menor, iban a vivir con su papá.
Cuando el muchacho tenía ocho años, miraba que a su padre siempre se lo llevaba la mañana. Y cuando se iba, su padre siempre se despedía mal. En el colegio sus amigos le contaban de caricias y cariños, de mimos. Pero a él y a su hermano, su padre solo les dejaba cuatro longanizas fritas sobre la cacerola y 20 quetzales para que resolvieran el almuerzo y la cena. “Ahí está para que coman”, les decía, antes de marcharse.
A su padre, las noches siempre lo regresaban. Pero había unas noches en que se lo quedaban, que se lo quitaban al muchacho. Esas noches, el padre se quedaba trabajando hasta la madrugada, y dejaba a sus hijos durmiendo solos. En una de esas noches, al muchacho le tocó ver cómo el viento desbarataba las láminas bajo las que dormían, cómo la lluvia les penetraba por los poros, calándoles en los huesos. Le tocó oír cómo lloraba su hermano por el frío. El aguacero mojó todo. Y las únicas dos láminas que encontró las atravesó sobre la cama, donde fue a acostar a su hermanito.
—Venite, carnal, dormite —le decía-. Aquí me voy a quedar yo.
Había otras noches, las de fin de semana, que también se robaban a su padre. Estas lo devolvían más temprano, porque ya se habían saciado con su compostura. El papá regresaba borracho, y golpeaba salvajemente el corazón de su hijo mayor. “¡Por culpa de ustedes abandoné a mi mujer!”, les gritaba.
—Entonces le decía a mi carnal: ese vato va a venir a verga. ¡Volemos a la verga de aquí! Me ponía una mi chumpa, mi gorro, ¡fum! Un pantalón y pants por dentro. Los tenis y dos pares de canutos. Igual le hacía a mi carnal sus chivas. Y nos íbamos a vagabundear en las noches. Lo agarraba de la mano, caminaba delante de él.
Caminaban bajo la fría noche guatemalteca. En uno de esos viajes, encontró a uno que le contó de otros que eran como una familia. Y a él esa idea le gustó. Así que cuando no cuidaba de su hermano, se iba a caminar con sus nuevos amigos. Con ellos aprendió que el respeto se consigue sobre la base de méritos, y que para conseguir méritos se tiene que hacer cosas. Durante tres años repartió droga para la pandilla y esta le devolvía dinero y respeto. Mientras su papá, cuando podía, le dejaba dos quetzales diarios para ir a la escuela, la pandilla le daba 100, 150. Lo vestía y calzaba. “Si vos hacés un paro, la pandilla te va a recompensar. Si vos ponés el pecho por la pandilla, la pandilla pondrá el pecho por vos”, le decían.
—Yo miraba que había otros patojos que llevaban cinco varas, diez varas, dándoselas de grandes ahí, acaparados. Entonces te arriesgas dejando el paquete. Es algo que te vuelve más ambicioso.
El muchacho también descubrió que moviendo armas para la pandilla ganaba más méritos, pero luego comprendió que aquel al que le entregaba el arma ganaba más respeto que él. Muchas veces vio cómo felicitaban a uno que se acababa de bajar a un rival y él quería sentir esa emoción. Quería ser soldado.
—Los que ya tenían posibilidad de jalar del gatillo... y se drogaban... Era mejor recompensa todavía.
Pero un día, su padre intentó apagar su ambición. Su madre ya lo había dejado y ahora su padre le quitaba a su nueva familia, cuando descubrió que guardaba una bolsa cargada de marihuana en el maletín. Su padre se los llevó al campo. Los dejó solos de nuevo y se regresó a la ciudad.
En ese lugar, al mayor lo veían de menos por sus pantalones holgados y sus dombas (zapatillas deportivas). Ahí, su abuela, cada vez que descubría la vagancia, lo golpeaba con fuerza. Pero cuando más le dolía al muchacho era cuando ella lo menospreciaba por ser diferente. La abuela, queriendo sacarle lo rebelde, más se lo hundía. El niño, que estaba entrando a la adolescencia, odiaba. Con todas sus fuerzas. A todos. Sólo su hermano menor se salvaba, porque su carnal era como su hijo.
Otro día todo cambió de nuevo. Un día apareció su tío, un pandillero de una clica de la zona y el muchacho encontró con quién caminar otra vez. “¿Vos qué pedos?”, le dijo. Luego, otro día, cerca del barrio, los dos se toparon con un rival de su tío. Era de noche. El otro joven descansaba recostado en un muro, así que su tío le pegó una patada en el pecho. Sin previo aviso. La “pinta” (el otro) cayó en el desagüe, metro y medio abajo, con la mitad del cuerpo sumido en el tragante y las patas y los brazos hacia arriba.
El muchacho -que pudo decidir no actuar, ser un testigo nada más- decidió aventarse. Participar. ¿Pero por qué? Sabía que así ganaría respeto. Eso sucedía siempre que alguien se aventaba. Y en aquella ocasión quería el respeto de su tío. Así que tomó un adoquín que estaba cerca, apuntó a la cabeza del enemigo y lo dejó caer. Fuerte y sin remordimientos. Sin pensarlo mucho.
—En donde marco que el vato cae hasta abajo, lo primero que hago es ir a traer un pedazo de adoquín, porque estaban reparando toda la calle. Se la dejo caer al vato en todo el coco, ¿me entendés? Le desparramé el cerebro. Eran como las 6 de la tarde.
Más noche, aquella noche, llegó a su casa, se enjuagó las manos y cenó junto a su abuela, su hermano y su cómplice.
—¿No tuviste miedo? —le preguntó su tío antes de dormir.
—¡No´mbre! —contestó el muchacho.
—¡Qué pisado!
Entonces el muchacho durmió alegre y profundo hasta el día siguiente, hasta que se levantó temprano, se bañó, se cambió y salió rumbo a la escuela, para recibir sus clases diarias de segundo ciclo. En el trayecto encontró una escena policial: forenses levantaban un cuerpo sin vida de un tragante ubicado en una comunidad de pobres. El muchacho, sin perturbarse, continuó su recorrido.
Por la noche, su tío le informaría aquello que ya sabía.
—Vos, ¿viste que esa pinta se peló? —le dijo.
—¡Ala! ¡Te pela la verga! De todas maneras...
Le pregunto a mi interlocutor por qué escogió matar, y me responde que porque sentía cómo el rencor de su tío corría también por sus venas.
—¿Qué sentiste cuando le aventaste el adoquín?
—Odio, carnal. Odio. Solo sentía odio. Lo que quería era verlo sufrir. Más que todo lo que quería era verlo sufrir. Y decía, en mi mente: ¡con esto lo voy a hacer verga! Y mi intención, desde que agarré el adoquín, era matarlo.
—¿Pero por qué?
—Porque no me iba a quedar con las manos vacías. Si me quedaba tranquilo, mi tío hubiera dicho que yo no andaba en nada. Si aquel le pegó un punzón, vos le tenés que pegar el otro para que se muera de una vez. Esa es la misión.
—¿Qué sentiste cuando todo había pasado?
—No sé, como un desahogo. Como un desahogo del odio que llevaba cargando, no contra mí, sino contra todo lo que había visto y vivido hasta ese momento.
Pequeña historia de un descubrimiento
En 1991, intentando comprender a niños inquietos, el doctor estadounidense Jay N. Giedd hizo un hallazgo que posiblemente explique a los asesinos despiadados. Durante muchos años, el doctor metió la cabeza de niños y adolescentes en el túnel de una máquina que disparaba lucecitas blancas. Viendo por aquí, hurgando por allá, seis horas para el almuerzo, el postre, el café y la siesta -por aquellos años ese tiempo tardaba el revelado de las resonancias magnéticas- de la máquina salían un montón de perlas preciosas, imágenes superpuestas una sobre la otra de un cerebro con químicos y neuronas en crecimiento.
Giedd le contó de su juego a otros científicos como él, y estos también quedaron embobados con aquellos tesoros encontrados por su colega. Y entonces estos también metieron a más niños de cabeza en túneles que tiran lucecitas, para intentar encontrar su propia perla mágica.
19 años después, en 2010, la fiebre desatada por los juegos de Giedd llevaron a concluir -a más de 500 autores de 80 instituciones diferentes en Estados Unidos- que los niños y jóvenes no tienen desarrollados, en el cerebro, a los lóbulos frontales. Estos lóbulos, dijeron, son los encargados de controlar el comportamiento del ser humano bajo una regla clara: el raciocinio, o la capacidad de discernir las consecuencias de los actos. Los adultos por eso piensan más las cosas, dijeron. Los niños y jóvenes, en cambio, con lóbulos en crecimiento, disparan un gatillo rebelde, una reacción más emocional, dominada por la amí gdala, para entender el mundo. Para sobrevivir en él. En los jóvenes, la excitación, la rebeldía, la necesidad por enfrentar riesgos sin medir las consecuencias fueron características descubiertas por meter tanto, de cabeza, a más de 2 mil jóvenes adentro de un túnel de resonancia magnética durante 19 años.
Desde 1991, Giedd y otro centenar de científicos codiciosos siguieron buscando más tesoros, y terminaron diciendo que a ese gatillo disparado por la amígdala puede ponérsele seguro de protección, si las influencias del entorno (familia, escuela, sociedad, medios de comunicación...) ayudan a un normal desarrollo del cerebro racional. Pero si el entorno maltrata al cerebro en desarrollo, puede que los lóbulos frontales resulten dañados para siempre. Para siempre. Gatillos vólatiles que se activan en entornos de riesgo. Un joven expuesto a la violencia, puede gustar de la violencia si no recibe un tratamiento riguroso para dominar sus traumas, traumas que pueden llevarlo a reaccionar, de nuevo, en casos extremos, como una persona violenta. Despiadada.
El Malvado encuentra un machete
Dos semanas después de que el muchacho se convirtió en homicida, su padre regresó al campo donde lo había dejado en un último intento desesperado por acercársele como nunca lo había hecho. Pero el padre que creyó hacer bien dejándolos solos por las noches cuando tomaba, y en el día, cuando trabajaba, supo que todo estaba perdido cuando su hijo lo desafió por primera vez. Dos semanas después de regresar, el papá encontró a su hermano pintándole algo en el brazo al hijo mayor. Y su hijo, emocionado, lo retó con la mirada.
Días después de su primera mancha en el cuerpo (sus iniciales), el muchacho y su tío comenzaron a frecuentarse menos. El muchacho interpretó que su padre había alejado a su tío, así que decidió desquitarse. Su padre, que había dejado la ciudad para venir a trabajar al campo, siempre cargaba dos machetes. Uno se lo llevaba y el otro lo dejaba en la casa. Un día, el muchacho encontró el machete. Lo cargó, lo examinó y probó escondérselo adentro del pantalón. Luego, decidió robárselo a su papá. El muchacho, todavía de 11 años, era muy pequeño. El machete se le notaba a leguas colgándole debajo del pantalón. Como no quería que lo descubrieran, fue a buscar a su tío para pedirle consejo. Entonces entendió que su tío se había alejado de él por otras razones. De 22 años, estaba agotado, quería otra vida. El muchacho se sintió abandonado. Y por más que su tío le dijo que no siguiera sus pasos, que no persiguiera a la pandilla, él le insistía en que se dejara de mierdas, que le enseñara a esconderse el machete. El tío accedió.
—La jura siempre te va a marcar a la hora de caminar. No te lo pongas ahí. Conseguí una cinta de zapato, le amarrás la cacha y te lo ponés cruzado en la espalda.
—¡Simón! —respondió el muchacho.
—Al que te haga mates, ¡pegale!
—¡Simón!
Un día, el padre encontró a su hijo sacándole filo al machete. Ya sabía que ese machete tenía un nuevo dueño que no lo usaría en el campo. Entonces el padre resolvió decirle a su hijo aquello que el muchacho todavía no había conceptualizado:
—¡Vos sos malo! —le dijo—. ¿Pero quién te enseñó a ser así? Yo nunca te enseñé a que fueras así.
El muchacho no le respondió. Se detuvo un momento, alzó la vista, unos segundos, congeló a su padre con la mirada, encogió los hombros y regresó a su faena.
Luego pasó el tiempo, y con él, las tardes, y en las tardes, al muchacho le gustaba regresar a casa para juntarse con su machete. Y lo acariciaba. Una y otra vez.
—Lo pasaba limando, al regresar de estudiar. Y al palmarlo: ¡tuanis!
El machete estaba afilado. Para cuando el muchacho cumplió los 12, su tío ya se había marchado. Pero él encontró a otros a quienes seguir. Detectó una clica, se presentó y les contó sus méritos en la ciudad. Les dijo que hizo paros, movió drogas y armas. Luego les contó la colaboración que prestó en el asesinato de la pinta aquella.
—¿Jalas el gatillo? —le preguntaron.
—Yo la neta que con esto pego —les dijo, y desenvainó su espada cual He-Man. Todos rieron, al verlo tan pequeño, tan moreno y tan osado.
—¿Estás dispuesto a poner el pecho por alguien? —siguieron.
—¡Simón!
—Ya vamos a ver si es cierto —le dijeron.
Luego lo llevaron a tirar con una .38 y con una .22. El muchacho aprendió, entonces, que matar puede llegar a ser una costumbre. A los 12 años ya se había convertido en un homicida múltiple, que disparaba balas y pegaba con machete. En una de esas misiones un pandillero se fijó en su conducta y decidió darle una taca. Lo llamó “El Malvado”.
The “Little Blue” history
20 de octubre de 2006. Stafford, Virginia, Estados Unidos. Un pandillero de la Mara Salvatrucha está a un paso de caminar por el pasillo de la muerte. Está acusado de asesinar, junto a un joven de 17, a Shannah Marie Ángeles, de 21. En Virginia, el secuestro y asesinato merecen la pena capital. Los acusadores quieren pedir esa condena al jurado, pero la defensa quiere salvarle la vida a “Little Blue”, entonces de 31 años.
La defensa le pide ayuda a un especialista en hechos atenuantes llamado Richard McGough. A McGough con frecuencia terminan creyéndole en Estados Unidos a la hora de que los fiscales evalúan pedir pena capital o no para un delincuente. Antropólogo de la Universidad de Carolina del Norte, él es invocado por la defensa cuando en los casos hay que bucear profundo en territorios inexplorados. Como lo hiciera el mejor buzo, McGough se sumerge en las historias, descubriendo recuerdos hundidos de los acusados. En los últimos 23 años ha colaborado en más de 70 casos de pena capital, y siempre intenta –me dice- convencer a los fiscales de que ocurrió algo en la vida de los acusados que de no haber pasado, a lo mejor –un quizá razonable- estos no hubieran hecho lo que hicieron. Para lograr todo esto, McGough cita a expertos, conjuga investigaciones científicas y habla de unos lóbulos frontales que en la adolescencia todavía no se han desarrollado, un descubrimiento que ocurrió muchos años atrás, cuando un científico de nombre Jay N. Giedd metía niños en un túnel para que el túnel develara los secretos que hay en sus cerebros. Luego invoca a más especialistas para explicar que si algo traumático ocurrió en la adolescencia de sus clientes, es probable que esos lóbulos hayan quedado averiados para siempre. Para siempre. Pero como dijimos, para que McGough logre atar los cabos, debe bucear profundo en las historias de vida de sus clientes. Historias como la de Little Blue.
Aquella vez, McGough armó maletas, tomó un avión y salió desde Virginia, Estados Unidos, hasta San Miguel, El Salvador. Viajó para encontrar una pista que salvara la vida de Little Blue. Y sólo lo podría lograr si era capaz de entender plenamente la vida de José Santos Portillo, salvadoreño nacido en 1975 en San Luis de la Reina, en el norte de San Miguel.
Cuando Portillo era niño, las metralletas que rugían cerca del pueblo lo asustaban. Otras veces, muchas veces, la guerra le rozaba los talones cuando huía de los enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla junto a su familia. Portillo, un niño inocente, que nada le debía a los dos bandos en conflicto, que nada tenía que ver con ellos, creció con miedo.
Un día, después de tanto huirle a la guerra, Portillo terminó viviendo en el pueblo de Chapeltique, al sur de su poblado natal. Un día, después de muchos días, el adolescente fue brincado por vatos de la Mara Salvatrucha que habían llegado deportados. Y ellos le hicieron ver cosas y le pidieron que hiciera cosas.
Un día, después de tantos días, Portillo decidió marcharse. Y recorrió un largo camino hacia el norte, hacia el lugar del que habían venido aquellos que lo brincaron. Y todo lo que había sufrido en la guerra, el impacto de las huidas, el miedo pisándole los talones, se fueron también con él. La pandilla lo ubicó rápidamente. En Virginia, Portillo trabajaba en una pizzería, mandaba remesas a su abuela y vivía una vida “normal”. Pero un día, el 22 de julio de 2006, la pandilla le pidió que hiciera algo. Y él ya no podía negarse.
Richard McGough recogió esta información y regresó a Estados Unidos. Ese era su atenuante. La defensa convenció a los acusadores –antes de ir a juicio- de que si Portillo no hubiera sufrido los traumas que sufrió, hubiese existido una posibilidad de que no actuara como actuó. Para explicar esto apeló a la ciencia, y a lo que la ciencia habla sobre los lóbulos frontales mal desarrollados en el cerebro. De cómo esto afecta a niños y adolescentes. De cómo la exposición –y actuación- en un ambiente violento condiciona -para mal- a un ser humano. Portillo salvó su vida, y ahora cumple cadena perpetua en la prisión.
Hace dos fines de semana, le conté al especialista el caso detrás de la fotografía en donde tres jóvenes están esposados sobre la cama de un pick up, y uno de ellos lleva el pantalón bañado en sangre. Le pedí que me explicara, desde su experiencia, si estas nuevas teorías científicas pueden ayudarme a encontrar una respuesta a mis preguntas.
—En parte —me responde-. Sería incorrecto plantear que un joven de 16 años decidió por su parte, solo, matar de esa manera. Quizá un joven de 16 años hizo algo tan horrible porque quizá había otra persona mayor que se lo demandó. Siempre es importante tratar de entender las circunstancias.
—¿Por qué un joven pandillero puede matar a sangre fría?
—Creo que todo converge en la unión de razones sociales con razones químicas, físicas y orgánicas. Primero, uno tiene que considerar las condiciones sociales. ¿Quiénes son los más afectados por la violencia? Los jóvenes que son víctimas de las pandillas. ¿Qué son los pandilleros? No vienen de las familias ricas, de las familias que tienen recursos, entrenamiento moral, posibilidades. Siempre son los jóvenes pobres los afectados. Los reclutan las pandillas porque son débiles, no tienen apoyo social, familia, recursos, nada.
—¿El problema no está en su cabeza?
—Sí, también. Hay razones químicas y físicas que pueden explicar –quizá- que el crecimiento anormal del cerebro de estos jóvenes, posibilite que puedan cometer algo así. Porque no tienen la capacidad de considerar las consecuencias. Pero bueno, tampoco hay entrenamiento moral que combata esto. Las fuentes morales son la escuela, las iglesias... tú conoces mejor cómo está eso en tu país.
—Portillo participó de un asesinato siendo adulto. ¿Alguien que estuvo expuesto a la violencia, que la ejerció joven, no tiene retorno?
—Hay ejemplos de jóvenes que han salido de esa vida. En África hay muchos boy soldiers que han salido de eso y son normales, entre comillas. Han llegado al punto de ser seres humanos moralmente. Es que se entra en terreno desconocido cuando uno habla de un ser humano normal...
Boy soldiers
Uvira y Fizi son dos niños de la región de Zud Kivu, en la República Democrática del Congo. Son niños y están armados. Son “boy soldiers”. Cuando los reclutan los obligan a pasar un rito de iniciación: violar y matar en sus aldeas. La mayoría son obligados, pero hay muchos que se enlistan en esa guerra tribal para no aguantar hambre. Ya adentro, los hacen beber aguardiente y fumar marihuana. Ya adentro les dan fusiles Kaláshnikov. Los llaman “kadogos”.
En 2006, la Unicef denunció que el número de niños y niñas que formaban parte de las milicias o fuerzas armadas como combatientes, esclavos sexuales o sirvientes llegaba a unos 30 mil.
El Servicio de Refugio Jesuita monta un proyecto de desmovilización, reinserción y reintegración de kadogos. María de Felipe Calderón, una sicóloga española, decide apostarle a ese proyecto y lo dirigió durante dos años. El proyecto de María y de JRS, desmovilizó y reinsertó a unos 500 niños y niñas.
Hace tres semanas le escribí a María contándole las fotografías del joven con el pantalón bañado en sangre y la de la cabeza sin rostro. Le pedí, además, que me explicara qué queda de un joven expuesto a una violencia extrema. “¿Pueden rehabilitarse?”. María me respondió la carta hace algunos días:
—Me hablas de rehabilitar y preguntas si estos jóvenes, inmersos en un círculo de violencia, pueden rehabilitarse. Rehabilitar, según el diccionario de la Real Academia significa: "Habilitar de nuevo o restituir a alguien o algo a su antiguo estado". Si tenemos en cuenta esta definición no creo que puedan, no se les puede devolver a su antiguo estado. No son los mismos que eran. Han cambiado y mucho. Han sido testigos, víctimas y verdugos de historias, como las que tú cuentas, imposibles de olvidar y que formarán parte del pasado de cada chico y que les acompañarán siempre. Están marcados, con heridas que aunque se cierren, la cicatriz permanecerá siempre marcada en su piel (sicológicamente y físicamente: los mareros con tatuajes). Además, en esta definición, se habla de que una persona habilita o restituye a alguien y creo que es esa misma persona la protagonista activa, tú no le habilitas sino que ellos con el apoyo de la sociedad se habilitan de nuevo. Sin embargo, si salen, como tú dices, de este círculo de violencia, sí creo que estos chicos pueden vivir una vida "normal" (¿Qué es normal? Es tan relativo...)
La guerra de El Malvado
Tenía 16 años y quería ser un guerrero despiadado. Disparaba Uzis y revólveres .40. Imitaba a aquellos con los que caminaba y, sobre todo, quería ser igual que Chupil, un pandillero con una taca en honor al gusano con el mismo nombre: “Que si te pega una punzada, te hace lata”.
Chupil alguna vez intentó convertirse en guerrero Kaibil, esa suerte de soldado superviviente de élite que entrena el ejército de Guatemala en la selva del Petén desde 1974. Los kaibiles son famosos por su destreza y por sobrevivir a condiciones extremas: ocho semanas de selva, 38 grados celsius, comiendo lo que sea. Máquinas para matar. Pero a Chupil lo echaron por mala conducta y terminó matando en otra guerra, en donde también tuvo soldados que lo respetaron.
El Malvado quería ser igual que Chupil, y se preguntaba: “¿Hasta dónde puedo llegar a ser malo?”. Chupil le enseñó a El Malvado que la guerra de las pandillas es como cualquier otra guerra. Les dijo a todos que no se piensa, se actúa y punto. “¡Simón!”, se le cuadraban.
Por eso, cuando salían a disparar a algún punto, los momentos de ira no tenían explicación.
—Son momentos, ¿me entendés? No importa si ellos están rodeados por su familia. Tu objetivo allí está y tu misión es ir a botarlos.
—¿Son momentos?
—Son momentos, ¿me entendés? Por el rencor y el odio que cargas, a veces no basta con solo matarlos. Yo no te voy a decir que hayamos decapitado, pero tuvimos a una bicha de esas dos letras. La tuvimos en las manos...
Un día, había corrido la noticia de que cerca del barrio unas pintas (otros muchachos) de la MS estaban manchando las paredes. Así que El Malvado y sus compañeros vigilaron la zona. Y en un callejón, “la patoja” fumaba un puro de marihuana. Ella se creía escondida, alejada del peligro. Pero se percató tarde de aquel que se le paró enfrente, blandiendo un machete.
—¡No me vayas a hacer nada, por favor! –le suplicó, pero El Malvado se puso a reír. Luego llamó a sus compañeros.
—¿Por qué no la dejaste ir? –le pregunto.
—Cuando uno anda con la malía adentro, uno lo que quiere es demostrar que no tiene piedad para nada.
—¿Qué le hicieron?
Decidieron que no la matarían en el callejón, y alguien recomendó llevarla a un cementerio de la zona. De noche. Para que nadie viera nada ni escuchara nada. Al llegar, la crucificaron, amarrándola a la cruz frente a un mausoleo.
—¡Esta maje tiene que sentir lo que es parir! —dijo uno de los locos.
Luego le amarraron también el cuello contra la cruz. Le quitaron el pantalón. Después el brasier. “La dejamos casi desnuda”. Entonces se acercó uno que comenzó a quitarle poco a poco un pecho con una navaja. Y la jaina, del dolor, miraba hacia arriba, y abría la boca lo más que podía, intentando gritar por última vez. Pero no podía, porque tenía un canuto de tela que se lo impedía.
El Malvado me cuenta esto y se retuerce en su silla. Aprieta las manos. Golpea sus piernas. No lo disfruta. Sus ojos poco a poco dejan la furia con la que iniciaron el relato y luego como que se apagan. Pierden el brillo. El Malvado se transforma en su víctima, y emite un rugido con la garganta, y mira hacia arriba, igual que lo hiciera ella 10 años atrás, cuando intentó gritar. Y el sonido es horrible, y El Malvado lo sabe -y yo lo sé- y entonces le cuesta impedir que los ojos se le quiebren. Los aprieta. No llora porque se resiste. Y sigue retorciéndose mientras ruge. Luego acaba el relato y agacha la cara. Se la sostiene con ambas manos.
—Ese patín no me llega porque me hace recordar todo lo que he hecho. ¡Que Dios me perdone, carnal! ¡Que Dios me perdone1
—¿Te jode recordar?
—Mucho.
—Disculpame que siga, pero, ¿por qué tenían que mutilarla?
—¡Ay, carnal! ¿Qué no se podría hacer en un momento de odio, cuando el rencor está adentro tuyo? Hacés cosas inesperadas, carnal.
El Malvado se recompone mientras me explica. Me dice que cada quien tenía que demostrar lo cruel que era. Que demostrar que todavía se tiene corazón es malo. Quita méritos, te hace un blanco de sospechas. Me dice que ver salir la sangre de la jaina de dos letras, después de que le rebanaran los pechos mientras estaba viva, después de romperle la tráquea con un machete, y después de dispararle 20 veces, era como si cada quien se saciara con ella. Como que cada quien desahogara contra ella todo lo que han vivido.
Última entrevista con el siquiatra forense
Néstor Recinos es como un buzo que intenta sumergirse en las profundidades de sus pacientes con una escafandra cuando en otras parte del mundo, otros como él, utilizan trajes de neoprene y tanques de oxígeno. Por ejemplo, su despacho es tan pequeño que solo puede tener dos invitados sentados en sillas, y uno de ellos tiene que sentarse de lado, para poder liberar las piernas. Su oficina es como un cuarto de juguete. Él es uno de 14 siquiatras forenses para un país que factura más de 4 mil homicidios al año, además de cientos de violaciones sexuales. Pero como él mismo dice: a quién le importa entender cómo nos afecta la exposición a tanta violencia. Igual, él intenta bucear, con el poco oxígeno que tiene, en la vida de asesinos bien asesinos, de violadores en serie, de pandilleros. Recinos es el símil de Richard McGough pero en versión salvadoreña. Para él y sus compañeros es tanta la demanda de trabajo –desde hace 17 años- que intentan hacer en una hora lo que otros logran conseguir durante semanas, meses. Recinos es el coordinador del departamento de Siquiatría Forense de Medicina Legal de El Salvador.
Recinos es un tipo que no se casa con teorías. Aunque a veces se aventura a plantear algunas hipótesis. Por ejemplo, él cree que el país, por lo que ha visto y escuchado, todavía no ha visto a un sicópata nato. Aunque sí hay -pero de nuevo, a quien le importa- asesinos en serie. "Es que no importa si no hay móviles oscuros detrás de las muertes. Un pandillero que ha matado dos o más veces ya es un asesino en serie. De dos para arriba", me dice. Recinos también cree en la multiplicidad de factores para explicar por qué jóvenes, como el que lleva el pantalón bañado en sangre, en la foto, son capaces de hacer eso y más, como mutilar un cuerpo y desfacelar una cabeza. Y luego, de nuevo, después de repreguntarle sobre conductas desviadas, sobre casos horribles, sobre la diferencia que hay entre un joven que ha decapitado o mutilado y un sicópata nato, de esos que vemos en las películas, se avienta al agua con una hipótesis bajo el brazo.
—Puede ser que haya una persona sicópata, y que el otro haya tenido una sicopatización de su personalidad. Que es diferente. El segundo nació normal, pero en el camino tuvo el trastorno antisocial de conducta, después el trastorno de la personalidad antisocial y después hizo una sicopatización de la personalidad. Se hizo sicópata. En cambio la otra teoría dice que el sicópata ya viene, que tiene problemas en el hemisferio craneal, en donde sus zonas del afecto están anuladas o están muy estrechas. Entonces puede matar con saña, premeditar y toda la cosa...
En El Salvador no hay un túnel que se trague a los adolescentes y escupa los secretos de sus cerebros. No hay ni estadísticas confiables sobre la participación de menores de edad en hechos violentos. Sí hay, en cambio, hechos muy puntuales, que están fuertemente relacionados con la guerra de pandillas. Dos de ellos son las fotos en donde un joven tiene el pantalón bañado en sangre y una cabeza decapitada está sin rostro, abandonada en la carretera. Otros tres casos similares ocurrieron en esa misma zona, en Lourdes, Colón, el año pasado. Y un cuarto fue registrado en Soyapango, cuando pandilleros del Barrio 18 decapitaron a un joven cadete que quería ser policía. En todos, los verdugos comprobados -y los sospechosos de cometer los crímenes- son jóvenes. En El Salvador, aunque las autoridades aceptan desconocer qué hay en la cabeza de los jóvenes a quienes persiguen con tanto ahínco, al menos la ubicación geográfica en donde ocurren estos crímenes es en sí una revelación que vale la pena aclarar. Las investigaciones revelan que casos de desmembramientos y mutilaciones solo han sido detectados en la zona norte de la capital y en el departamento de La Libertad (el de Soyapango ha sido una excepción). “No todas las clicas de ambas pandillas hacen eso (decapitar, mutilar, descuartizar)”, me dijo Marco Tulio Lima, jefe de la División Antihomicidios de la Policía Nacional Civil.
Despedida de un reo en Guatemala
Desde hace un mes cargo en el celular dos fotos que me han robado el sueño. Me hubiera gustado mostrárselas a mi interlocutor para que comprendiera, con las imágenes, de qué va la cosa, pero como a los centros penales está prohibido entrar con celular, me tocó describírselas, contarle de qué va esto.
Llegué hasta él, hasta aquella jaula de concreto, porque necesitaba entender las razones de un soldado de esta guerra. De un soldado que haya asesinado joven. Intenté buscar un perfil como el suyo en El Salvador pero todos los contactos me dijeron que sería imposible, porque la cosa en las calles estaba demasiado caliente. En las cárceles, después de tres solicitudes denegadas por Centros Penales, ya ni intenté. Me dijeron que era por razones de seguridad. Por suerte, un contacto me llevó hasta allá, hasta Escuintla, Guatemala, a un sector de una cárcel en donde tienen aislados a pandilleros retirados.
—No entiendo esta violencia —le dije a mi interlocutor, cuando empezamos a conversar. Y entonces él respondió que no entiendo porque no he vivido lo que él y otros más han vivido. Luego me contó su historia, y me confesó que carga una gran culpa, un gran dolor que lo hace arrepentirse de todo. Me dijo que su hermano, su carnal, aquel niño que vagó con él, con frío, por las calles de Guatemala, imitó sus pasos. Me dijo que al verse reflejado en ese espejo intentó salirse y llevárselo con él. Pero su hermano ya estaba “viviendo esos momentos”, como alguna vez lo hizo él, y rechazó sus consejos, como alguna vez hizo él con el consejo de alguien más.
—¡Mirá, carnal! ¡Virguita! —le dijo una vez su hermano menor, refiriéndose a una pistola que portaba cuando tenía 14 años—. Y la traigo llena. Ahorita me voy a ir a libar y solito me voy a sentar a un par de hijos de la gran puta. ¡Si querés, me seguís, si no, a la verga!
Mi interlocutor tiene 26 años. Hace dos años, el 24 de diciembre de 2008, habló por teléfono con su hermano. Hace dos años su hermano tenía 21. Mi interlocutor estaba preso y su hermano en la calle. Los dos ya eran padres de familia. Cuatro primos en total. Los dos ya estaban afuera de la pandilla, aunque uno seguía delinquiendo. Aquella navidad, en el auricular, el hermano menor sonó borracho. Estaba alegre.
—¡Vos, carnal! Acabo de hacer una cacha: ¡15 mil varas tengo! Ando libando y acabo de comprarme un mi mortero. Me pela la verga si me tiran —le dijo.
Mi interlocutor le respondió diciéndole que no fuera bobo, que se fuera con su familia, que dejara de robar, que invirtiera ese dinero en algo propio. Que pensara en el futuro.
—¡Pela la verga! Sin huecadas (mariconadas) de nada, yo te extraño un vergo. Lo que voy a hacer es que te voy a ir a ver un día...
Ese día nunca llegó. Aquella fue la última vez que los dos hermanos se hablaron. El 26 diciembre apareció muerto en Cobán, de dos balazos, el hermano de El Malvado.
Han pasado dos horas desde cuando entramos a esta jaula de concreto y el grupo que reía, a mis espaldas -cuando el Tyson hacía chiste de una tortura- se ha puesto impaciente. Es hora de que cumplamos con nuestra parte del trato, y eso pasa por sacar la pelota, avisar al guardia y salir a jugar un futbolito de seis contra seis. Tyson, Dos Caras y su gente versus El Malvado, mis contactos, y yo. Antes de terminar, El Malvado me confiesa que tiene miedo de que regrese El Malvado. El director de la cárcel quiere enviar a estos retirados a los talleres artesanales a un sector en donde su vida corre peligro. En donde matar es una costumbre. En donde defender la vida, seguro, se logrará aplicando la muerte. Yo, que me he quedado con una inquietud, aprovecho para preguntarle qué fue de los que mataron a su hermano. El Malvado me responde que no lo sabe.
—¿Qué hubieras hecho hace dos años, si hubieras tenido a su asesino en tus manos?
—¿Con el odio que andaba en ese rato? ¡Ay, carnal! ¿¡Qué no hubiera deshecho!? Me lo hubiera llevado a un lugar desolado, donde nadie pudiera oír nada y...
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