Lo sostengo en mis talleres, nacer en El Salvador siendo mujer, es nacer con una gran desventaja, "articulo para caballeros" es el decir de padres y madres, cuando revisamos las figuras de que es ser hombre y mujer, que no se considera hombre y mujer, vemos las grandes diferencias del modelo patriarcal al enviarnos los mensajes y encargos de la masculinidad hegememonica tradicional, lo que se le permite a los hombres, se les fomenta, es lo que a las mujeres se les niega, ser hombre es no ser mujer, rezan los comentarios en talleres de formacion, en su face inicial, estos casos refuerzan mi postura y comentarios, es urgente que cambiemos esas acciones y pensamientos que invisibilizan y violentan ese "ser mujer", por eso nuestro compromiso este y los años que nos quedan de erradicar esa discriminacion y estigmaitzacion a las mujeres, este pais, los componentes del Estado deben urgente de revisar las leyes, mandar a los aplicadores de las leyes (a escepcion de aquellas juesas y jueces sensibilizados/as y con enfoque de genero) a talleres de formacion y sensibilizacion sobre contruccion de genero y masculinidad, a policias, a Fiscales, a procuradores y procuradoras, a todo servidor publico, enfermeras, medicos, etc. por que sus construcciones sociales influenciadas y prejuiciadas por creencias en mitos o leyendas afectas a vidas de personas, el fundamentalismo religioso es letal-fatal en nuestra sociedad.
Ivan Jimenez.
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María Edis se golpeó el vientre tres días antes de abortar. Del quirófano pasó a las bartolinas, de las bartolinas a la cárcel y de la cárcel a la tumba. Tenía 31 años. Cristina tenía 18 años cuando perdió a su segundo hijo y fue castigada con 30 años de prisión. Una revisión de su caso determinó que los jueces se excedieron y quedó libre cuando ya había estado presa más tiempo que el que ameritaba. Patricia Carías y Jimena Aguilar
Publicado el 23 de Enero de 2011
Raquel, sobrina de María Edis, en su casa en cantón Las Mesas, Cacaopera, Morazán. Foto Bernat Camps
Cristina y María Edis se conocieron a mediados de 2009. A ambas el Estado había llegado a sacarlas de entre las sábanas donde se recuperaban del quirófano, las hizo convalecer en bartolinas y las condenó a prisión. Las dos mujeres alegaron que habían sufrido abortos espontáneos, pero en un país como El Salvador el aborto es un asunto de inquisición. Con pruebas con escaso fundamento y a veces contradictorias entre sí, los jueces las sentenciaron a prisión con argumentos moralistas. Para María Edis, la sentencia fue a morir en la cárcel.
Las vidas de estas mujeres se cruzaron fugazmente en Cárcel de Mujeres, donde ambas purgaban su condena, víctimas de la ley más radical del continente en materia de aborto. El Salvador, Nicaragua y Chile comparten la característica de que su ley no permite el aborto ni siquiera en los casos en que este pone en peligro la vida de la madre.
A María Edis la condenaron gracias al testimonio incriminatorio de su padre, quien alega que nunca dijo lo que los fiscales investigadores levantaron en el acta que le hicieron firmar. Tomás, el padre de María Edis, no sabe leer ni escribir y dice que pusieron en su boca palabras que nunca mencionó. Cuando puso su dedo pulgar a modo de firma, lo hizo porque los investigadores le aseguraron que aquellos papeles solo recogían lo que él acababa de decir.
A Cristina el Estado la condenó a 30 años. Pasó cuatro en la cárcel y quedó libre después de que una revisión determinó que los jueces se habían excedido. A Cristina la defendió una abogada proporcionada por el Estado que ni siquiera sabía el nombre de la acusada en el momento de la audiencia de sentencia.
Las de Cristina y María Edis son dos historias de la lucha desigual entre individuos impotentes ante el aplastante peso de un Estado inquisidor que ni siquiera otorga las mínimas garantías constitucionales.
Cristina contra el mundo
Poco a poco regresaba. Era de madrugada y la noche anterior no había terminado bien. Cristina acababa de salir del quirófano y su cabeza todavía daba vueltas. Estaba en una sala de espera del Hospital de San Bartolo, rodeada de camillas con otras personas que también se recuperaban de los efectos de la anestesia. Mientras esperaba que la trasladaran a la sala de recuperación, vio cómo, paso a paso, una figura oscura se le acercó hasta pararse junto a ella.
-¿Cómo te llamás? ¿Dónde vivís?
Cristina, desde su camilla, solo veía una mancha borrosa que le hablaba con una voz femenina y se imponía en el ambiente. A medida despertaba, la mente se le aclaraba. Los borrones empezaban a delinearse y el mundo a detenerse. Es una médica, pensó en un inicio. Luego se percató de que la mujer no tenía una bata blanca sino un atuendo oscuro. Después vio que tampoco llevaba un gafete que dijera “doctora” seguido de algún apellido, sino una placa dorada en el pecho. La figura preguntaba y Cristina respondía. Lo que le dijo a las 3 de la mañana de ese domingo, la dejó fría:
-Mirá, después de que salgás de aquí vas detenida.
-¿Y por qué? -le preguntó.
Cristina vivía con su madre y su padrastro en una colonia del oriente de la capital. Cinco horas antes de despertar en el hospital, a las 10 de la noche del sábado, se había levantado para ir a la cocina a tomar un agua azucarada porque no se había sentido bien durante el día. Pensó que la bebida le asentaría el estómago. Regresó a la cama donde dormía su hijo de dos años, Daniel, un bebé moreno y regordete que nació cuando ella tenía 16 años. Y ahora, a sus 18 años, estaba en una camilla de hospital luchando por estar consciente y a la vez por entender qué sucedía. Venía del quirófano y lo que esa mujer con una placa dorada en el pecho le decía es que iba a convalecer en las bartolinas.
-Y, ¿por qué? -preguntó, mientras el miedo empezaba a instalarse en su cuerpo.
-Vas detenida por la muerte de tu bebé -le respondió la agente.
* * *
Pasaron seis meses desde aquella madrugada de octubre de 2004. Era mayo de 2005 y Cristina se encontraba en una audiencia preliminar. Afortunadamente tenía una abogada defensora que estaba a punto de iniciar la argumentación en su favor. Natalia Durán, defensora pública adscrita a la Procuraduría General de la República, se puso de pie en una de las salas del Juzgado de Paz de Ilopango, y se dispuso a aplastar a la parte acusadora:
-Estoy aquí para defender a la señora... -dijo Durán, sin poder terminar la oración.
El suspenso no obedecía a un afán premeditado de causar sensación. La pausa de la abogada obedecía a que Durán había olvidado el nombre de su defendida, que a un lado veía cómo su futuro estaba en manos de esta mujer que ni siquiera era capaz de haber memorizado un nombre. Durán ni siquiera podía recordar un nombre y un apellido juntos: Cristina Quintanilla. Entonces volvió la mirada hacia la acusada y le pidió auxilio.
-Estoy aquí para defender a la señora... hija, ¿cómo te llamás?
Esta era la cuarta vez que Cristina veía a su defensora en este proceso por homicidio culposo. Enfrentaba la posibilidad de que la sentenciaran a entre dos y cuatro años de cárcel y su abogada defensora ni siquiera sabía su nombre. Era el peor escenario al cabo de aquellos siete meses desde cuando la había interrogado la agente policial al despertar de la anestesia.
Después de aquel interrogatorio de madrugada, Cristina pasó seis días en las bartolinas de Apulo. En la audiencia inicial, una jueza decidió que la acusación en contra suya no tenía bases y la absolvió. Cristina estaba libre, pero la Fiscalía apeló, ganó la apelación y se le abrió el camino hacia el juicio. Entonces su caso pasó a manos de Natalia Durán, la abogada que no sabía su nombre.
En esos primeros meses de 2005, Cristina estaba desesperada. A pesar de que estaba a la espera de un juicio por homicidio culposo, no la habían detenido provisionalmente y hacía todo lo que podía para conseguir los papeles que fueran necesarios en su juicio. Los iba a traer a donde fuera, incluso al hospital de San Miguel, donde alguna vez tres años atrás la habían operado del apéndice. El día antes de la vista pública, cuando el Tribunal Segundo de Sentencia de San Salvador decidiría si era culpable o no, Cristina fue a buscar a su defensora, pero esta le dijo que en ese momento no tenía tiempo. A Cristina no le importó y le dijo que la esperaría hasta que la pudiera recibir porque necesitaba hablar con ella para escuchar su consejo. Esperaba alguna guía de la abogada, pero de esta solo recibió unas palabras poco reconfortantes: “Diga lo que usted ya sabe, usted tiene que decir lo que usted ya sabe”.
* * *
Un día, la mamá de Cristina viajaba en bus con su nieto Daniel. Ya había pasado el juicio y desde entonces el hijo de Cristina había quedado al cuidado de Felícita. Esta seguía viviendo en el mismo apartamento. Abuela y nieto salían de San Bartolo, la colonia donde vivían, y para entonces Daniel ya sabía dónde estaba su mamá.
Iban en el bus, uno a la par del otro, cuando algo afuera llamó la atención de Daniel. Tiró de la ropa de su abuela y esta trataba de ignorarlo.
-¡Mami, mami! -le dijo, al ver el edificio donde él sabía que estaba su mamá.
Felícita hacía como que no escuchaba y buscaba una conversación distractora con una señora que viajaba en el bus. Pero Daniel le quería recordar a todo pulmón lo que ella quería llevar en secreto.
-¡Mami, mami, ahí es donde está mi mami, ¿vea?! -le dijo. Y como Felícita seguía hablando con la otra señora, Daniel insistió-. ¡Le estoy diciendo que vea para donde está mi mami! -reclamó.
Ese edificio que Daniel sabía reconocer a sus cinco años de edad es conocido como Cárcel de Mujeres, en Ilopango.
Las primeras veces que Felícita llevó a su nieto a visitar a su madre este todavía iba en brazos, era un niño de apenas tres años. Todavía no entendía dónde estaba Cristina. Pero un día alguien le rompió la burbuja y le contó que Cristina estaba en prisión. Entonces Daniel llegó reclamándole a su abuela. Su madre no estaba trabajando, estaba en prisión.
Cuando enfrentó a su abuela le preguntó si era cierto lo que decía la fulana, que su mamá saldría cuando él tuviera treinta años. Era cierto. Cristina se enfrentó ante una acusación de homicidio culposo por la cual le darían entre dos a cuatro años, pero terminó siendo condenada a 30 años de prisión. Felícita no sabía cómo decirle que era cierto, que no volvería a ver a su madre afuera de esas paredes hasta que fuera un hombre, que su mamá no lo acompañaría en su graduación así como no estuvo junto a él para su primer día de escuela, y le respondió que no, que su mamá saldría pronto. “Es que la gente si uno está moribundo, lo terminaba”, dice ahora Felícita, con un poco de amargura en la voz.
La siguiente en enfrentarse con las preguntas de Daniel fue Cristina. En la siguiente visita a Cárcel de Mujeres, Cristina se tuvo que enfrentar con las preguntas de su hijo. Quería que le explicara qué era el lugar donde estaba. Cristina no sabía muy bien cómo responderle y empezó a decirle la versión light de lo que es una cárcel. Es un colegio, es otra cosa, es cualquier cosa, todo para darle una versión menos dura, para no oscurecerle la realidad a su hijo. Daniel permaneció en silencio un momento y luego aplastó la explicación de su madre: él ya sabía qué era ese lugar, porque cuando llegaba lo revisaban. Era una cárcel.
La cara de Cristina cambió. Le preocupaba la pregunta que le seguía a esa afirmación. Le preocupaba que Daniel le preguntara qué había hecho para que la metieran presa. Le preocupaba que le preguntara cómo era eso que había sido sentenciada a 30 años de prisión por haber matado al bebé que llevaba en el vientre cuando Daniel tenía dos años.
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