By Boris Leonardo Caro | Blog de Noticias – mié, 20 ago 2014
Sobrevivieron a la travesía hacia el Norte: a La Bestia, a los coyotes, a los narcos, a la guardia fronteriza… Regresaron semanas después, en avión, cuando el sueño de una nueva vida en Estados Unidos se transformó en una deportación incomprensible, en inglés. Y en las conocidas calles de San Pedro Sula u otra ciudad centroamericana, los encontró la muerte.
Los niños y adolescentes centroamericanos que han acaparado los titulares de prensa en Norteamérica en los últimos meses, protagonizan ahora una odisea menos sensacional. De vuelta a casa, la pobreza y las maras los reciben con los brazos abiertos. Algunos intentan escapar nuevamente, otros mueren antes de emprender la huida. Alimentan un macabro remolino que muchos políticos han ignorado por falta de voluntad, de recursos, o por miopía frente a una crisis cuyas consecuencias se sentirán durante mucho tiempo.
La muerte anunciada de cualquiera
Diez niños deportados han sido asesinados en San Pedro Sula desde febrero, aseguró Héctor Hernández, director de la morgue, al diario Los Angeles Times. Otros 32 menores murieron también en los pasados seis meses, antes de poder seguir la frustrada ruta hacia Estados Unidos. Ni el periódico californiano ni otros medios que han replicado la noticia mencionan los nombres de las víctimas.
A Hernández lo cita el periódico hondureño El Heraldo este 20 de agosto como testigo en una crónica de sucesos. Los matones han adquirido una nueva costumbre: tirotear a quienes permanecen fuera de la morgue. Utilizan armas de grueso calibre. Las familias de los difuntos no tienen tiempo para llorar a sus muertos. Los acompañan pronto en el más allá, el cuerpo salpicado de plomo.
En su reporte Los Angeles Times entrevista a Isaías Sosa, un hondureño de 19 años que ha intentado dos veces emigrar ilegalmente a Estados Unidos. A su retorno la segunda vez, unos pandilleros le dispararon. Él no sabe por qué quisieron matarlo, pero ahora vive como un preso entre los muros enrejados de la casa de su abuela. Y ahorra, ahorra para irse al Norte. A la tercera, ¿quién sabe? “Es un pecado ser joven en Honduras”, sentencia.
El violento círculo de las deportaciones
Las deportaciones no son un fenómeno nuevo en Centroamérica. Desde mediados de la década de 1990 el gobierno estadounidense comenzó a expulsar a jóvenes miembros de las pandillas, que engrosaron entonces las filas del crimen organizado en sus países de origen. Pero quienes retornan por estos días enfrentan peores condiciones. “Hay más violencia, más pobreza y menos oportunidades”, afirmó José Guadalupe Ruelas, director del programa de rehabilitación Casa Alianza, en declaraciones a The Washington Post.
Según una investigación del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), el 48 por ciento de los niños detenidos en la frontera estadounidense han sufrido maltratos o han sido amenazados por grupos criminales, funcionarios del gobierno u otros adultos en el seno de sus comunidades. La violencia se ha situado como segunda razón para emigrar entre menores y adolescentes, tras la búsqueda de nuevas oportunidades y la reunificación familiar.
Expertos en migraciones y defensores de los derechos de los inmigrantes han alertado sobre el efecto boomerang de las deportaciones. A los chicos solo les espera el pasado del cual querían escapar: las pandillas. Las maras los reclutan, por ejemplo, para descuartizar a las víctimas, informa El Heraldo. Y participan en las operaciones de tráfico que introducen drogas en Estados Unidos, el país que ha decidido cerrarles las puertas.
Pocos repatriados reciben seguimiento de las autoridades locales o de organizaciones no gubernamentales. Los recursos escasean. Casi nadie puede atenderlos, salvo sus victimarios.
San Pedro Sula, capital de la muerte
La mayoría de los niños y adolescentes hondureños que llegan a Estados Unidos residen en San Pedro Sula, la ciudad donde también habita Satanás, según el testimonio de un empresario funerario entrevistado por The Guardian en 2013. “La gente se mata como si fuesen pollos”, dijo el hombre.
En Honduras ocurren 19 asesinatos cada día, 79 por cada 100.000 habitantes, la mayor tasa de homicidios del mundo entre los países que están, al menos oficialmente, en paz. En San Pedro Sula, un pueblo fantasma tropical, como lo describe el diario británico, esa cifra se eleva a 187 por cada 100.000 habitantes.
Los asesinos hondureños no escatiman en atenciones para sus víctimas. Las mutilaciones y decapitaciones abundan y se exhiben en las calles. Diaria cosecha de terror.
Alfonso Valdez, estudioso de las pandillas en la Universidad de California en Irvine, cree que “no tiene sentido (para Estados Unidos) enviar a los niños centroamericanos de vuelta a la ciudad más violenta del hemisferio.” En la Casa Blanca y en el Capitolio quizás algún día entenderán esta terrible verdad.
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