El agua es como la salud: solo cuando falta uno cae en la cuenta de su importancia. En la comunidad La Meca la ironía es que está sobre uno de los principales acuíferos del país, pero la carencia es tal que el agua producto del aseo personal se usa para lavar los trastos.
El Faro
Roberto Valencia
Publicado el 2 de Mayo de 2010
El Salvador tiene un serio problema de acceso a agua potable. Lo dicen la vivencia periodística y sesudos informes de Naciones Unidas, los de distintas ONGs enraizadas en el país y hasta los apadrinados por el propio gobierno. Según la gubernamental Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples presentada en junio de 2009, el 21% de los salvadoreños no tiene servicio de agua por cañería. Son casi 1.3 millones de salvadoreños. Otra vez: un millón 300 mil salvadoreños.
Las cifras macro, sin embargo, diluyen las historias micro. Para algunos pocos, el problema del agua se resume en no poder renovar la de la piscina con la frecuencia deseada; para otros, supone que no todos los días del año salga líquido del chorro; para otro grupo, que las horas sin servicio sean más que las horas con; hay para quien el problema es poder pagar la factura o que la que bebe sea realmente potable; y para los últimos de esta lista, juntar unos pocos litros cada día representa toda una preocupación familiar. En esta categoría caen los vecinos de la comunidad El Jabalí-La Meca, en Quezaltepeque.
Irónicamente es en lugares como este, donde cualquier descripción de la miseria siempre se quedará corta, donde el metro cúbico de agua se paga más caro. Salvo cuando llueve, conseguir un galón de agua es más costoso para ellos que para el que no puede llenar la piscina con la frecuencia deseada.
***
—Si quiere ir a mi casa, puede ir; aquí arribita es, para que vaya a ver cómo vivimos.
Su nombre, Rosa Amelia Canales, suena a telenovela. Los de sus hijas, Reina Elizabeth y Ruth Esmeralda, a realeza, como si con ellas hubiera pretendido burlar su destino. Rosa es pequeña, compacta y tostada. Cuesta creer que tenga solo 24 años. Le gusta hablar y hablar. Ahora está junto a un barril vacío que una pipa pronto llenará. El camión no llega hasta su vivienda, el motorista dice que lleva llanta pacha, y ella ha tenido que mover el recipiente hasta la casa de Esteban Arias, un vecino. Aún no son las 9 de la mañana, pero el cielo se está encapotando. Parece que va a llover.
Este champerío –pedrero lo llamará después el esposo de Rosa– es la comunidad El Jabalí-La Meca, pero por acá todos la conocen solo como La Meca. Pertenece a Quezaltepeque, en La Libertad, y está junto a la autovía que viene desde Sitio del Niño, sobre la lava que el volcán de San Salvador vomitó en 1917. El asentamiento dista no más de cinco minutos en carro del casco urbano quezalteco y un cuarto de hora de la capital del país, pero recorrer esas distancias es como atravesar un agujero en el tiempo: La Meca no tiene servicio de agua potable ni de energía eléctrica ni de recogida de desechos ni letrinas ni está adoquinada. Por no tener, ni siquiera han sido merecedores de la etiqueta de asentamiento urbano precario (AUP) que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) utilizó en el Mapa de Pobreza Urbana y Exclusión Social que acaba de presentar. Para los autores del informe, un AUP debe estar compuesto por al menos 50 hogares, y en La Meca son 39.
—¿Cuál es aquí el problema que más les urge?
—El agua, la luz, las casitas... –dice Rosa, ya en la puerta de su hogar, un montón de láminas ensambladas y oxidadas sobre un esqueleto de troncos, sin ventanas.
—Fíjese que aquí, si me permite explicarle un poquito –se suma Salvador Miranda, el esposo–, nosotros tenemos todos esos problemitas, pero además quisiéramos que nos brindaran la ayuda para dejarnos acá, a vivir aquí. Que nos escrituraran porque aquí...
—¿Quién es el dueño de esto?
—El Estado, el gobierno... Y el Medio Ambiente lo tiene como una zona protegida.
La Meca se creó cuando expiraba la guerra civil. Muchas familias llevan en estos terrenos de roca oscura sobre los que cuesta caminar 20 años o más, pero esto forma parte del área natural protegida Complejo El Playón. El mismo Estado que permitió que al otro lado de la autovía se construyera todo un autódromo –El Jabalí– quiere echarlos de aquí. Toda una ironía. En realidad, el municipio de Quezaltepeque parece una ironía. Tiene una de las tasas de homicidios más altas del país y se ha autonombrado Cuna de la Convivencia y la Paz Social. Y lo del agua. Quezaltepeque está sobre algunos de los mantos acuíferos más productivos de El Salvador. De su subsuelo la Administración Nacional de Acueductos y Alcantarillados (ANDA) extrae buena parte del líquido que se consume en el Área Metropolitana de San Salvador, pero al mismo tiempo Quezaltepeque está entre los 169 municipios salvadoreños que tienen al menos el 20% de sus hogares sin siquiera un chorro.
“Nuestras comunidades están sin agua, y allá, en San Salvador, la gente regando la grama o lavando el carro con el agua de Quezalte”, se queja Nelson Alas, jefe de Servicios Públicos de la alcaldía. De hecho, como municipalidad tuvieron que invertir en la compra de una pipa para abastecer comunidades. Es un envejecido y ruidoso Dongfeng chino de color óxido y con capacidad para transportar 6 metros cúbicos de agua. Se mueve lento pero seguro, como un elefante, y tiene un adhesivo que dice Soluciones de Verdad. Este camión es el que hace unos minutos llegó a La Meca y rellenó el barril de Rosa.
El ruidoso Dongfeng es siempre bienvenido en La Meca. Llena los barriles gratis, y eso es un alivio para economías tan precarias. Rosa, Salvador y las dos hijas viven del campo: alquilan media manzana de terreno y siembran maíz y frijol. Si la cosecha es buena, garantizará comida para todo el año y todavía sobrará para vender. Los ingresos los complementa Rosa, que sabe echar pupusas y lo hace o en Quezaltepeque o en San Juan Opico. Gana 5 dólares por una jornada que le supone salir de casa a las 4 de la mañana y regresar a las 6:30 de la tarde. Los pasajes corren por su cuenta.
—Yo trabajo pero ahorita, fíjese que, usted sabe la situación, ahorita no hay trabajo, y uno siempre necesita, ¿verdad?
Quizá por eso se agradece tanto la visita de la pipa municipal. El problema es que a veces se pasa un mes entero sin dar señales de vida y la sed no espera tanto. Entonces, casi siempre, toca pagar. La Meca está en el radar de tres piperos distintos. En el mejor de los casos, el barril se lo venden a un dólar, pero a veces toca pagarlo a 1.50. Como se necesitan cinco barriles para hacer un metro cúbico, lo están cancelando a un mínimo de 5 dólares. El pliego tarifario de ANDA aprobado en febrero fue criticado con dureza porque dejaba de subsidiar a los grandes consumidores. Pues bien, en la actualidad a ningún cliente de ANDA, ni a las residencias ajardinadas más exclusivas ni a las empresas más derrochadoras, le cuesta arriba de 1.96 dólares el metro cúbico consumido. En su miseria, Rosa, Salvador y el resto de residentes en La Meca o en cualquier otra comunidad que depende de piperos lo están pagando a 5 dólares.
“Es correcto”, “tiene usted toda la razón”, responderá otro día el presidente de ANDA, Marco Antonio Fortín, cuando se le pongan los números delante.
—¿Y no le parece una ironía trágica?
—Sí, pero mire –se envalentonará–, ironía más grande es que ocurra eso mientras en la zona de viviendas más cara de San Salvador, la colonia Escalón, haya conexiones directas y paguen $2.29 al mes. ¡Esa sí es una ironía!
Los excluidos, los que menos tienen, son quienes pagan el agua a granel más cara de todo el país. Y este problema, aunque se sufre en familia y casi siempre en el anonimato, es masivo. Sus cifras de acceso al agua son uno de los termómetros que año tras año pintan El Salvador como un país tercermundista.
—Desde los 17 años tengo yo de vivir en este pedrero –dice Salvador.
Cumplirá 37 años este mayo, por lo que lleva 20 en La Meca. Es de los pioneros. Antes vivió en la comunidad Milagro de la Roca II, al otro lado de la carretera, y allí tampoco conoció ni el agua potable ni la luz domiciliar. En realidad, nunca ha vivido en una casa que tenga un chorro o paredes de bloque; quizá por eso en su orden de prioridades primero está obtener las escrituras. Los últimos 10 años los ha pasado con Rosa, con quien se acompañó cuando ella tenía 14. Pronto nacieron Reina Elizabeth y Ruth Esmeralda, de 7 y 5 años. La menor aún no ha puesto pie en una escuela.
El cielo amenaza tormenta.
—Pero en veces se va para otro lado –dice Norberto González, otro vecino, también de los pioneros, que se ha sumado a la conversación.
No disponer de agua potable domiciliar obliga a tomar medidas. La champa, no importa qué tan destartalada esté, debe contar con algún sistema para que la lluvia que cae sobre el techo termine en un barril. La estación lluviosa es una aliada poderosa en La Meca. Cada familia también se las ingenia para estirar la vida útil de la poca agua de la que disponen. La necesidad impone el reciclaje. Así, incluso en las épocas más desahogadas, el sobrante del aseo personal sirve para lavar los trastos; y el sobrante del lavado de los trastos, para regar las plantas. Cada gota sirve.
Todos acá saben que lavarse las manos y el aseo en general son herramientas poderosas contra enfermedades como la gripe o la diarrea, o que cambiar el agua de los barriles evita los criaderos de zancudos, pero todos esos buenos consejos adquieren tono de insulto cuando el Estado que los da nunca ha hecho nada por evitar que los excluidos tengan que pagar 5 dólares por metro cúbico de agua.
Y una ironía más. Esta situación está ocurriendo en El Salvador, un país tropical en el que llueve a mares y cuyo subsuelo tiene la capacidad de almacenar el agua. El promedio nacional es de unos mil 800 milímetros de lluvia cada año. En El Cairo, la capital egipcia, solo caen 17 milímetros en el mismo período. Londres, ciudad con merecida fama de estar enemistada con el sol, rara vez supera los 600 milímetros. Y sin irse tan lejos para las comparaciones, México D.F. apenas sobrepasa los 700 milímetros en 12 meses. En El Salvador llueve y lo hace con ganas. Que 1.3 millones de personas no tengan cañería en su casa y que buena parte de los que la tienen convivan con racionamientos es un problema de mala gestión del recurso, no de falta de agua.
Y esto ocurre a pesar de que los dos últimos gobiernos dicen haber trabajado con sentido humano uno, y el otro, con la opción preferencial por los pobres como norte.
—¿Y el agua que les venden los piperos es buena? –pregunto.
—Pues algunos en veces no lavan la pipa, solo la llenan y se vienen –dice Norberto.
—Algunos la traen bien fea, que cuando uno la toma, sabe a lata –complementa Salvador.
La figura del pipero resulta contradictoria. En comunidades como La Meca es la persona que les hace pagar el agua más cara del país, pero al mismo tiempo es la única persona que se la trae hasta sus viviendas. El propio presidente de ANDA me admitirá que hoy por hoy los piperos resultan imprescindibles.
—¿Qué ocurriría si no existieran?
—Se volviera un caos, porque ANDA no alcanza a dar el servicio a las comunidades. Sería tremendo, se manifestara la gente, saliera a las calles, hiciera desórdenes...
Quien responderá así es un pipero. Se llama Óscar Rodríguez y, con algunos intervalos, trabaja desde que tenía 16 años en llevar y vender agua a quien la necesita. Hoy tiene 43 y es dueño de Transportes Rodríguez, una pequeña empresa con sede en San Salvador que tiene en su haber dos pipas de 8 metros cúbicos cada una y emplea a cuatro personas. Incluso le da para pagar un pequeño anuncio diario en la sección de clasificados de El Diario de Hoy.
La suya es una historia de superación. Llegó al negocio del agua por necesidad. Se crio en la comunidad Las Brisas, de San Salvador, cuando allí tampoco había servicio. Su padre comenzó a subir barriles en el viejo pick up familiar para venderlos a vecinos, y pronto vieron que ahí había futuro. Así, hasta hoy. Los números son simples pero efectivos. Rodríguez llena sus pipas en planteles que ANDA tiene en La Chacra y en Los Chorros. Él paga 11.14 dólares y la revende a 35, cuando es un único comprador, y saca hasta 40 dólares cuando la coloca a barriladas. Lo que más le conviene, asegura, es la primera opción, es decir, trabajar con empresas o residencias que le compren la pipada entera. La entrega es rápida y los costos de traslado son menores que ir pasaje por pasaje en comunidades perdidas.
Trabajo no le falta. Obvio, la estación seca es cuando más movimiento hay, pero el negocio se mantiene saludable durante la estación lluviosa. Hay, sin embargo, una época que resulta especialmente beneficiosa para los piperos: los períodos de campaña electoral. “En San Marcos, por ejemplo, le dan prioridad a lo del agua solo cuando hay elecciones –dirá Rodríguez–. Ahí es seguro que me alquilan las pipas, le empiezan a poner logotipos y comienzan a regalar agua, pero solo es durante la campaña, y también les dicen que les van a introducir cañerías.” Esta práctica la realizan los principales partidos políticos sin distinción de ideologías.
Rodríguez estima que, tan solo en la capital y alrededores, trabajan unas 60 pipas privadas. Ante la incapacidad estatal, vender agua a quien más lo necesita parece ser un buen negocio.
Pero la pipa que esta mañana llegó a La Meca es la municipal. El agua que dan es poca, pero es buena y es -sobre todo- gratis. Ha pasado más de una hora, y el camión debe estar terminando su minigira. Rosa acaba de poner unos frijoles al fuego. Su cocina, por llamarlo de alguna manera, es un barril ubicado fuera de la champa, carcomido por el óxido y abierto por un lado hasta la mitad. Ahí arden unos leños; sobre los leños, una estructura metálica; y sobre la estructura, la cazuela. Rosa pide a su hija mayor que me ofrezca un mango maduro.
—Los vamos a traer bien lejísimos –dice–, para tenerle algo a las niñas aquí.
Rosa habla y habla, y menciona a Dios una y otra vez. Dice: “Con la ayuda de Dios salimos adelante”. Dice: “A mi esposo lo tuve bien grave, pero gracias a Dios ya está más o menos”. Dice: “Aquí muere la gente solo por voluntad de Dios”. En El Salvador, Dios parece ser el mejor aliado de los malos gobernantes.
***
El ruidoso Dongfeng está ya casi vacío. Solo le alcanza para un barril más, y será el de Benito Menjívar, un hombre de 79 años que reside en la entrada a La Meca. Pero antes de llegar se viene el mameyazo de agua. Es una tormenta corta, no más de 15 minutos, pero intensa. Afuera de la pipa, junto al tanque, viajan dos compañeros, y el motorista decide que es mejor pedir techo en alguna de las champas y esperar a que escampe.
En la enésima prueba de que humildad y hospitalidad suelen ir de la mano, dos señoras abren la puerta de su hogar, dan la bienvenida y ofrecen sillas. Adentro, el techo es de lámina y está lleno de agujeros. Cuesta encontrar un lugar en el que uno no se moje. Pero en La Meca han sabido hacer de la necesidad virtud. Además de la canaleta para llenar barriles, debajo de cada uno de los agujeros colocan cumbos y huacales para aprovechar el agua. Llueve y la lluvia es una buena noticia para quien menos preparado está para afrontarla. Una ironía más.
—Con este barril que les ha dado la alcaldía, no tendrán que comprárselo al pipero si llega esta tarde –me atreví a comentar a Rosa, antes de despedirme.
—¡Cómo no! Si viene otro en la tarde, le compramos –respondió enérgica–, porque la que me han traído ahorita es para tomar, pero necesito agua para lavar la ropa. Ya tengo mi Rinsito y lo que me falta es el agua.
Los piperos lo saben, y a ninguno se le ocurriría ir a La Meca después de una tormenta como esta. Para los que pagan el agua más cara del país, la lluvia es ahorro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario